Joven, alegre con una carga de ilusiones, nada
más llegar al camping corrí a la playita del otro lado de las rocas que delimitaban la zona.
Un pequeño, medio desnudo, descalzo, cabello rubio, rizado, ojos azules, piel negra y una caracola en la
mano, apareció súbitamente: Si quieres te la presto; dentro se oye el mar -dijo, al tiempo que la colocaba sobre su
oreja derecha-. Mi padre es pescador y
me trae muchas. Si quieres, te regalo ésta.
Sorprendida, con la caracola entre las manos y emocionada pregunté: ¿Cómo
te llamas?
En rápida huida, medio gritó: ¡Ya viene el guarda! Me llamo
Lázaro
Un día y otro de
aquellas vacaciones, volví a buscarlo al lado indigente de rocas y olas cristalinas pero él no volvió y, tras el
paso de muchos años, sigo viendo
aquellos ojos de aguas marinas y aquella piel de soles e intemperies y cada
noche, antes de entregarme al sueño, abrazo con mi oído la caracola y sueño con
el pequeño Lázaro, y lo veo embarcado en medio de la mar negra, ¡navega
que te navega! Y lo veo aupado en un
caballito de mar, galopando en busca de estrellas, calamares y sirenas.
Y su voz también
la oigo como si la llamara desde la lejanía azul.
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