Y yo, para no ser menos que el viejo jardinero,
creo mi periscopio
Un hombre sencillo y trabajador, nacido y
criado en el campo, había dedicado su vida a cultivar la tierra y, sobre todo,
dedicaba gran parte de su tiempo a un pequeño jardín donde crecían las más
bellas flores de toda la comarca. Un día, estando el rey de cacería,
pasó por aquel lugar y quedó maravillado del colorido y variedad de aquellas
flores, exclamó: ¡Qué belleza! Quiero a este hombre en palacio.
Y aquel hombre sencillo, hecho a
los rigores del campo, tras mediar unas palabras con el rey, fue trasladado a
palacio donde se le encomendó el cuidado del jardín real, poniéndole a su
disposición cuanto iba solicitando para realizar su trabajo. Pasó el tiempo y
una mañana, el rey se dijo: Ya ha llegado la primavera. Quiero pasear por mi
jardín y respirar el perfume de las rosas más bellas de todo mi reino.
Sucedió que, al adentrarse por los arriates y caminos de aquel hermoso
jardín, en lugar de las rosas que esperaba, y que ya conocía, a diestra y
siniestra, habían crecido unas raras especies, cuyos colores, aromas y
variedades eran por todos desconocidos, excepto por el jardinero que,
satisfecho por los resultados, trató de explicar al rey: He querido sorprender a su majestad con estas flores, fruto de muchas
horas de trabajo, de investigación, estudio, horas de ilusión hasta conseguir
estas inéditas variedades. El rey, sin entender palabra, airado, exclamó: ¡Yo no te contraté para que pensaras,
investigaras! Yo lo único que deseaba de ti eran las rosas de tu jardín.
¡Rosas, sólo aquellas rosas!
Y lo mandó encarcelar, tras un corto juicio en el que la acusación del
rey era explícita: Por pensar y
desobedecer órdenes.
Pasaron unos años y, viejo y olvidado de todos, el jardinero murió en la
prisión, pero, alrededor de su tumba, cada primavera, crecían rosas que
transformaban aquel lugar en un
maravilloso vergel de flores tales que sus pétalos, a la luz del sol, emitían
irisaciones contempladas por gente de todo el mundo que acudían cada primavera
a contemplar extasiados el milagro en la tumba de un vulgar y pobre jardinero