Ek arte de envejecer

Ek arte de envejecer

31 oct 2014

Dónde está la felicidad

Queridos amigos/as: Voy a ir transcribiendo para vosotros/as una serie de Cartas que en su día me fueron publicadas en el Diario Córdoba. Se titulaba mi columna CARTAS A LUCREICIA. Espero que os gusten.



Mira, Lucrecia, cómo se ve feliz esta
  pequeña florecilla nacida en el asfalto

Esta noche, Lucrecia,  es una de esas en las que parece que, de buenas a primeras, las cosas rutinarias e insignificantes, pasadas de largo en los meses de calor, volvieran a tener sentido: un cuadro, un cojín, una mecedora, la tenue luz de una lamparilla de mesa… Sí, creo, casi seguro, que es el otoño. Tiempo de retorno al trabajo, a la intimidad, al pan nuestro de cada día que, en definitiva, son los componentes que nos estimulan a la hora de mantenernos en forma.
Hasta plásticamente, lo sabes, me gusta este tiempo más que ninguno. Los tonos marrones  de la  naturaleza,  la fragancia húmeda de los campos, el ambiente cálido de los hogares...  Todo me gusta y me relaja.
¡Qué maravilla compartir una tarde de lluvia con un amigo! ¡Qué placer más de dioses, abrigarse con las mismas enagüillas y, lejos, muy lejos de la vorágine que como mazo de hierro nos azota a cada instante, abrirse a la comunicación de esa parcela  de trascendencia que nos anida en los adentros del alma y que parece condenada a una clausura eterna!
Y en esta nostalgia de otoño, que no es tristeza, sino gozo sereno y latente que va engendrando primaveras, me estoy acordando de nuestro juego favorito, ¿lo recuerdas...? Sí, el de “cazar sonidos”. Siempre que teníamos ocasión, corríamos por el Paseo del Lirio de nuestro pueblo, hasta acercarnos, lo más posible a la alameda. Allí, con el río a los pies, nos sentábamos sobre las piedras, nos quedábamos en silencio y con los ojos cerrados… ¡A cazar sonidos! ¡A ver quién conseguía más!
Y las puestas de sol detrás del viejo molino en los espigones del Guadalquivir, y sombras negras sobre el agua, y trinos de ruiseñores  y,  a lo lejos, la barca,  el barquero y bultos de gente a las dos orillas. Yo  he oído pájaros, árboles, voces … -decías- Y yo he oído la respiración de Dios –decía yo-. ¡No vale! Eso no se oye; eso te lo has inventado.
Éramos felices  ¿verdad...? Después crecimos, y tú, con tu mijita de envidia -no te enfades- que disculpabas exclamando:  No es envidia. ¡Es que me da un coraje...!, comenzaste a sentirte desgraciada por pequeñas cosas.
Yo -tú lo  sabes-, a pesar de no ser nada juerguista, nada ruido, nada bulla -¡qué más quisiera!-, soy, y no me importa proclamarlo a los cuatro vientos, feliz. ¿Qué si ya no me acuerdo de tantos malos tragos? Verás, Lucrecia, para mí la felicidad no es un estado permanente de alegría y bienestar que, además, hay que esperar e incluso exigir al destino y a cuantos nos rodean. Quien así lo entienda creo que jamás podrá gozar de ella. Mi modesta opinión es que el mayor acierto del ser humano es vivir el presente en plenitud, sin despreciar las pequeñas cosas que, como finísimos hilos de araña, cuelgan de nuestros instantes. Y no sólo vivirlos en plenitud, sino con absoluta y total conciencia de lo positivo que hay en ellos porque el lamentarnos del pasado o el inquietarnos por el futuro  nos obnubila nuestra capacidad de ser felices en lo único que de verdad poseemos: el instante presente.
Y no creas que es una utopía, ni una forma idílica de contemplar la vida. Es  algo así como mentalizarse para ser feliz. Por eso cuando te digo que yo lo  soy, me estoy refiriendo a esta hora, a este presente en que mis hijos rendidos de sus trajines, duermen, y mi marido, que se traga la casa, ronca, y mis deberes honradamente cumplidos, y el silencio de la noche,  mi incondicional aliado, y mi máquina, tac, tac, tac..., reproduciendo para ti, mis mejores pensamientos.
No, no quiero recordar momentos de tristeza y dolor. No quiero pensar tampoco en lo que puede suceder el instante que viene. Me vale más, sumar y sumar estas gotas de felicidad -un abrazo por el otoño- de las que soy consciente, y me empapan como si mi alma fuese una esponja ávida de cualquier rocío.
Ahora  me parece que entiendo aquella precoz mentirijilla de nuestro juego: “Oír la  respiración de Dios”. Eso debe ser algo así como notarse que, dentro de nosotros hay un flujo de vida que nos recorre de pies a cabeza, iluminando nuestros sentidos para que, al ejercitarlos, nos sintamos felices con todo lo que por ellos somos capaces de percibir. No está la felicidad en  ser el primero ni el mejor. No en tener mucho y dominar más. No en batirse y alzarse con la victoria. No en apostar y ganar. 
La felicidad -soy machacona, ¿eh...?- está en valorar las pequeñas alegrías de nuestro presente. Un beso y seamos felices







21 oct 2014

Cartas a Lucrecia: Creo en Dios


Querido amigo/a: Hoy quiero abrir una nueva “página” de lectura que simultanearé con otras. ¿Quién es Lucrecia? Pregunta muy repetida. Bueno, pues, Lucrecia eres tú, lector/a  a quien deseo dedicar estas cartas que un día fueron largos artículos en el Diario Córdoba. Posteriormente se editó un libro que se agotó en un mes. Fue en los años noventa. Y ahí quedaron estas cartas que hoy rehago, resumo  y actualizo para ti. 

CARTA Nº 1
CREO EN DIOS
Querida Lucrecia: Hoy uno de mis nietos me ha hecho una pregunta que me ha llevado a recordarte muy especialmente y es por eso que te escribo. ¿Recuerdas cuando jugábamos  a estar vivas y muertas? A ti te gustaba  hacer de muerta; a mí de viva. Rígida en la hierba y con los ojos cerrados esperabas a que  te resucitara. Y yo, de rodillas  junto a ti mal rezaba un avemaría y haciéndote un garabato de cruz en la frente repetía: ¡vive, vive! Y después, siempre la misma pregunta: ¿tú crees en Dios? Esas cosas son inventos de los curas y de las monjas de tu colegio. Yo tan solo sabía contestarte: no digas esas cosas. Y me quedaba un poco triste. Hoy mi nieto me ha preguntado: abuela, ¿tú crees en Dios? Para ti y para él esta carta, hoy, cuando creo que puedo  dar mi respuesta más sincera.
De toda la vida  me ha gustado sentirme río. Río que nació allá lejos, entre montañas, entre deshielos, limpios, puros... Tan poca cosa. que sólo era agua para alimentar superficies   de chinas blancas en las que se podía mirar sin interferencias  el sol. No obstante, aquel burbujear casi en la nada emprendió camino, alimentándose de otros cauces, de otros canales, alimentándose y creciendo siempre a la sombra, al amparo de álamos plateados y cantos de ruiseñores.
 De haberte contestado a ti, amiga, un sí, o un no rotundo en aquellos años  o en estos a mi nieto hubiera sido una traición a ti  y a mí misma. Y es que solo cuando   el río crece,   crea grandes fondos en los que  puede bucearse en busca de algún tesoro perdido, o simplemente en busca de esa botella  que encerraba el mensaje. Por eso  un día, también ya lejano, ahondé en mis profundidades, revestida de soledad, de silencios, revestida de mi verdad, con las alas que me crecieron en el camino: intuición, objetividad, valor, sabiduría, discernimiento... Y allí, sin cielo ni infierno, sin voluntad que deba acatarse como antídoto  y remedio de todos los males o de todos los bienes, sin la vara, sin la puya que ordena, castiga o premia, allí, creando mi vida cada instante, sacándome de la nada, cuando yacía muerta por el dolor de tantas veces, allí, vivo, alumbrando mis oscuridades y revistiendo de amor mis alientos  perdidos,  allí estaba Dios.
Por eso hoy, emocionada,   quiero haceros partícipes de la única respuesta que sé, de la única quizás que pueda daros con toda sinceridad: Yo creo en Dios. No obstante,  comprendo que Dios no existe para todos. Quiero decir que hay que crecer, crear esas profundidades, zambullirse en ellas hasta la saciedad, con la única libertad que existe, la que nadie puede violarnos: la libertad de sentirnos auténticos. Pero Dios no es un molde  que sirva  para todos. Cada ser humano, mirándose a sí mismo, puede descubrir el verdadero rostro de Dios. El mío tiene el color y el  sabor de las lágrimas amargas, pero también, la sonrisa, la  paz, la calma, el amor que sostiene en vilo el agua de este río que sigue amamantándose de arroyos, en su profundo,  en su reverente  caminar hacia el mar. Algún día, podáis comprender, que, sin  manipulación, ni chantaje, lo que tu amiga y abuela   hoy quiere deciros, es algo más que unas palabras bonitas.
Y hoy, Lucrecia, entiendo que nuestro inocente juego tenía sentido. Sí, no podemos devolver la vida, pero si resucitar  esperanzas e ilusiones perdidas.

NOTA: Esta madrugada me levante bastante chunga. Al entrar en mi cafetería, alguien dijo: Isabel viene hoy de diez. Y el a oír aquellas lindas palabras  fui y me  “resucité” 

2 oct 2014

En el día de los mayores


 (De mi obra “ El Arte de Envejecer”, editado por la Editorial Almuzara)


Queridos amigos/as mayores y jóvenes: Ayer se celebró el Día Internacional de los mayores. Mi pequeña y sencilla aportación, hoy, a este colectivo que por razones variopintas ha pasado a ser tema de foros, programas, etc.
Un relato para empezar: “El hombre de la eterna juventud”
Un hombre octogenario, petulante y animoso, gustaba rodearse de otros hombres tan ancianos como él, pero de aspecto más decadente y humilde. Entre ellos se sentía joven, docto, querido, deseado... Les hablaba, les contaba historias e incluso les daba consejos para mantenerse en forma e incesantemente les repetía: Miradme a mí –les decía-. Soy poseedor de la eterna juventud. No cuentan los años, sino el hacerse adoquín, el pasar de lo que nos pueda crear preocupaciones y problemas… Sucedió que un día se llegó hasta el grupo un joven. Con desenfado, exclamó: ¡Dios los guarde, abuelos! ¿Podrían decirme la hora? El hombre de la eterna juventud, diligente, fue a sacarse el reloj del bolsillo, cuando éste se le cayó y rompió. El joven se apresuró a recogerlo, al tiempo que decía: Lo siento, abuelo. Por mi culpa... ¡Lo siento de verdad, abuelo! Cuando el joven se alejó, el hombre de la eterna juventud exclamó malhumorado: ¡Poca educación! ¡Poca vergüenza la de estos jóvenes de hoy! ¡Cualquiera se fía de ellos! No saben hablar, no saben vestir, no saben distinguir.. ¿Qué se habrá creído el niñato? -comentaba a sus amigos- Esta juventud no tiene respeto a nada, a nadie y se creen en el derecho de llamar abuelo al que le saca la cabeza ¡No ven más allá de sus narices! Los demás guardaron silencio. Tan sólo uno alzó su débil voz y dijo: ¡Cómo se nota, amigo, que una vez fuiste joven y conservas buena memoria!
Y tras la lectura de este relato, palabras que reconfortan de la Pastoral y de mis propios convencimientos:
No son los pocos años cumplidos los que determinan la juventud en la persona; hay jóvenes prematuramente viejos. En cambio existen personas ya de edad, llenos de entusiasmo y de alegría, todo les llama la atención, siempre se sienten dispuestos a emprender nuevas actividades, les interesan las novedades, los cambios, su personalidad inspira atracción y simpatía, porque siempre están de buen humor.
SENTIRSE JOVEN consiste en ver la vida con optimismo real, saber amar a la gente, descubrir bellezas que hay en la naturaleza, gozar de la inocencia y risas de los niños.
SENTIRSE JOVEN significa soñar con un porvenir, tener ideales, tener siempre algo que hacer, algo que crear, algo que dar de sí mismo.
SENTIRSE JOVEN implica también saber sufrir, pero nunca sentirse derrotado, saber levantarse cuantas veces se fracasa.
SENTIRSE JOVEN es desconocer la ociosidad, forjarse un ideal sublime, nuevo, por el cual valga la pena de seguir luchando, hasta alcanzar la meta deseada.
SENTIRSE JOVEN es saber enfrentarse con los problemas de la vida y resolverlos satisfactoriamente, superar las decepciones, hasta lograr la victoria.
SENTIRSE JOVEN es reconocer los equívocos, no desanimarse nunca a pesar de una derrota dura, levantarse nuevamente para no volver a caer.
SENTIRSE JOVEN es ser prudente, tomando como experiencia las vicisitudes ajenas y encontrar un camino distinto hacia la propia felicidad.
SENTIRSE JOVEN es tener la satisfacción de lograr un ideal por sí mismo y sin perjudicar a los demás, lidiar para conseguir sus más caros anhelos.
SENTIRSE JOVEN es tener la cabeza llena de ideas nuevas que expresar; el corazón lleno de amor, felicidad, paz…
SENTIRSE JOVEN es saber aceptar el paso del tiempo con elegancia, humildad, tolerancia…
En definitiva, para mí, no hay paisaje más bello que el de un mayor de mirada profunda, serena que sabe callar, aceptar y vivir el presente con la ilusión del primer día dejando el futuro para mañana y el pasado para ayer.