(El zapatero, el maestro, el médico…)
Despertar, abrir los ojos, encontrarrne con la vida, con sus
interrogantes, luchas, con sus luces y sombras, me hace exclamar sorprendida:
¡si sigo viva! Me daré cuerda; tengo que crear un hermoso día.
Ilustración de Carmelo López deArce
Un zapatero, honrado y trabajador, ejercía su profesión en el
barrio de una gran ciudad: criaba canarios, cultivaba jazmines y damas de
noche, amaba a los niños y a los ancianos y, entre sus vecinos, gozaba de tal
reputación que todos lo consideraban hombre talentoso, amable y prudente.
Un día alguien dijo: El zapatero puede representar y defender
nuestros intereses. Pidámosle que así lo haga. Y todo el barrio lo proclamó su
representante para cuántos asuntos, en cualquier orden de cosas surgieran
relacionados con el barrio y sus vecinos. Pasó el tiempo y, efectivamente, el
zapatero, simultaneando con su trabajo, iba y venía, tramitaba papeles, se
relacionaba, servía y, con gran eficacia, fue consiguiendo mejoras para aquel
barrio… Otro día, alguien importante
dijo: Este zapatero vale. Saquémosle del barrio y hagamos de él un hombre público.
Y de la noche a la mañana, el zapatero se vio encumbrado y celebrado, hasta
niveles tales que decidió, para mejor atender a sus múltiples trabajos, abrir
un despacho en el mismo centro de la ciudad. Con todo tipo de festejos, los
vecinos del barrio lo despidieron, orgullosos de su zapatero, al que, sin duda,
tendrían como mejor abogado para cualquiera de sus venideras causas.
Aquella noche, cuando el zapatero, solo en su casa, se miró
al espejo, se dio cuenta -¡oh, milagro!-, de cómo alrededor de su cabeza,
luminosa, radiante... le orlaba una especie de corona real. Boquiabierto y
entusiasmado, se dijo: soy un rey. Soy
un Dios. Soy un redentor del género humano. Soy un enviado para resolver
asuntos importantes. No es conveniente, pues, que malgaste mi tiempo, mi vida
en atender las impertinencias, las cotidianidades y rutinas de los hombres.
¡Eso puede hacerlo cualquiera! Me reservaré para asuntos transcendentes, para
complejos proyectos...
Y se buscó una sofisticada secretaria a la que dio órdenes
expresas: Sólo estoy para para asuntos
importantes. A partir de aquel día,
cuando la gente solicitaba ver al hombre público, la secretaria, finamente,
repetía: Tiene que solicitar cita; está
reunido; vuelva a llamar más adelante; tal vez otro día... Y cuando la gente del barrio insistía somos
sus amigos del barrio, somos los niños, los ancianos del barrio, la secretaría,
impertérrita, contestaba: dice el señor que ya los llamará para tomar café.
Pasó bastante tiempo. El hombre público esperaba cada día
cosas importantes para resolver, pero éstas no llegaban, y los hombres de a
pie, sus problemas, sus insistencias, cansados de esperar, llamaron a otras
puertas. Una tarde, hastiado y aburrido,
decidió dar un paseo por el jardín de su antiguo barrio, pero algo insólito le
sucedió. Había llovido. Las hojas de los árboles pisoteadas por los caminos,
evidenciaban la llegada del otoño. Al
comprobar su presencia, los niños corrían, los ancianos le volvían la espalda,
los jóvenes se escondían, los perros le
ladraban y los jazmines y damas de noche ya no eran flores ni perfume.
El zapatero, sin entender nada, se aposentó, cansado, en un
banco del jardín. De repente, a sus
pies, resquicios de las primeras lluvias de la temporada, un charco de limpias
aguas. Allí, con la nitidez de un espejo, se reflejaba su cuerpo.
¿Dónde está mi orla? -exclamó alarmado al verse- ¿Dónde está mi juventud, mi eficacia, mi
poder? ¿Dónde mis merecidos homenajes, condecoraciones…?
Pero lo que el hombre
político y famoso encontró en el charco, sólo era la imagen decrépita de un
zapatero viejo. Unas lágrimas cayeron de sus ojos: había perdido amigos, fama,
popularidad, había perdido la vida en
espera de causas prodigiosas e imposibles.
Este relato pertenece a mi obra "Antología de
Relatos". La ilustración es del gran amigo de todos, Carmelo López de
Arce.