Siempre nos quedará mucho que dar
y mucho que recibir
Él, octogenario, cargado de dolores e impotencias, vivía solo en casa de
vecinos en un viejo barrio. Cada
mañana, en invierno y verano, doblado un sobre un arcaico bastón, salía. Ella, en idénticas condiciones, arrastrando un
carrito andador, lo más aseada que
alcanzaban sus menguadas capacidades,
también salía.
Él y ella tenían como fin
un destino común: La Caja de Ahorros del
barrio. Allí, sentados, con el beneplácito del
personal, pasaban las horas uno junto al otro, en silencio, viviendo en
complicidad el aire acondicionado en los rigores del verano
y la calefacción en los
helados inviernos.
Él un día faltó. Ella, limpiándose
los ojos con un pañuelo amarillento, repetía a unos y otros: Se ha muerto; ha sido de pronto.
Y a
partir de aquel día, a rastras con su andador, llegaba puntual y, entre sus
manos, sin fallar ni un solo día, una florecilla cualquiera que colocaba en la
silla vacía de él y por su mente un solo pensamiento: ¿Quién se encargaría de que no faltara la flor cuando ella se fuera?
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