No puedo permitir que se asfixie
la oportunidad que me queda.
Un hombre, llegado el día de su
jubilación, se dijo: ¡Bastante hice ya!
Ahora me toca descansar. Es mi hora.
Y se pasaba los días de un lado para
otro y cuando alguno de sus hijos le proponía algún proyecto solía contestar: Yo no preciso proyectos. Hice mi gran siembra y recogí. No quiero más proyectos.
Un
día, sentado en su terraza, observó con sorpresa cómo su vecino,
jubilado como él, al caer la tarde, regresaba de su campo con las manos
cargadas de hermosos frutos de su pequeña siembra. Vaya!
-se dijo- ¡Qué buen año ha debido ser a juzgar por la recolección que ha hecho
mi vecino de su pequeña parcela! Iré a la mía; seguro que ha dado frutos.
Y a toda prisa se dirigió a su
propiedad pero, cuando estuvo en ella, sólo encontró un erial de pasto y
forraje que ni tan siquiera servía de alimento a los pájaros. ¿Cómo es esto? -vociferó desesperado- ¡Me han robado! ¡Ladrones! Preguntaré a mi
vecino.
Y
el vecino le contestó: Muy
sencillo, amigo. A su tiempo hice mi pequeña siembra que he regado y abonado.
Me siento satisfecho por el resultado.
Ahora sé que mi vida sigue teniendo sentido y me siento feliz por ello. Tengo
la impresión de que tu desértica tierra es consecuencia de haberte olvidado de
sembrarla y cultivarla. La abandonaste,
amigo.
El hombre que dejó de sembrar,
reflexionó y se dijo: Verdaderamente,
lleva razón. ¡Y vaya si se le ve contento!. Yo, por el contrario, hoy,
me encuentro con las manos
vacías. ¿Qué hacer ahora? Ya la noche cae, y mis ojos sólo son
fatiga y sueño.
Atravesaba su campo ya de regreso,
cuando, a la luz de la luna, observó
cómo en la linde de aquel su
camino había crecido una humilde campanilla. ¡Caramba! -exclamó- ¡Algo es algo! La regaré todos los días, la
visitaré y abonaré. No puedo permitir que se asfixie la oportunidad que me queda.
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