(De mi obra, "Un cielo para gatos")
Sí,
con sus pies torpes, sus infinitos achaques, sus noventa años, sus ojos
pequeñitos, ensombrecidos por
impenetrables cataratas, él era, porque yo así lo veía, el Señor del Jardín. Bien
vestido, aristócrata de gestos, más que de palabras, borradas por un evidente Parkinson,
colgado de una descomunal pipa, a todas horas y por cualquier camino o atajo
del jardín, en todas las estaciones, por entre arbustos, paso de trenes, juegos
de niños, corrillos de ancianos, o éxtasis en parejas de enamorados, aparecía
aquel hombre de muchas y arcaicas
historias.
Recuerdo
sus torpes reverencias al saludarme, y
recuerdo aquellos sus ojos turbios donde
siempre rutilaba una lágrima, clavados en los míos, mientras, entre temblores,
trataba de contarme su pasado. Un pasado honorable del que no obstante se hacía
patente una queja: Nueve hijos y, ¡cuánta soledad! Un día, el Señor del Jardín,
se me fue para siempre. Alguien me miró al paso y exclamó: Ya entregó la cuchara
Apuntaba
el otoño por las copas de los árboles, y había humedad en el albero, y soledad
en los caminos, y nostalgia en el adiós a los trenes, y había un halo de
tristeza que, como suspiro me caló el alma: ¡Mala pata! In memoriam escribí su
nombre en una gran palmera, su árbol favorito. La llamé Palmera de los Besos
porque cada día, cuando paso junto a ella, deposito un beso que mando al Señor
del Jardín para que allá donde esté sepa que su recuerdo seguirá vivo en este
su reinado de soledad. Y hoy, cuando de nuevo el sol empieza a tener tono
precoz de otoño, una oración me brota del alma: Espérame, en ese otro jardín
donde sin duda paseas en un aleluya que se expande por el universo. ¡Claro que
lo oigo!
No hay comentarios:
Publicar un comentario