Él, anciano de
pelo muy cano que le rebasaba el ala de un
destartalado sombrero, mirada grande, palabras pacientes, tiernas,
murmullo de caricias infinitas. Pasos cortos, torpes, macilentos, viejos… Manos
agarrotadas por una galopante artrosis
Ella, rebosante
de carnes blandas, en un sillón de ruedas, apenas hablaba, apenas se movía,
apenas rastro de ser humano, bulto vegetal que, de vez en cuando, mascullaba
ininteligible y agrios sonidos.
Él y ella,
inquilinos, por caridad, de una mísera habitación por casa. Matrimonio de toda
una vida, cargados de hijos, en soledad y abandono, convivían.
Ella, estática,
eclipsada, perdida… ¡Sabe Dios! Él, amor
a flor de piel, escuchaba y respondía a sus exigentes silencios e incansables
urgencias: Sí, ya te voy a dar de comer. Ya te voy a lavar,
a peinar, a poner guapa. ¡Ya voy! ¡Ya mismo voy!
Él y ella, a
veces, en silencio, se miraban, como queriendo reverberar, con fervor de lágrimas, migajas de recuerdos,
voces ahogadas, silencios de años… Caminos rotos.
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