Hacía
frío ya.
Los primeros
aguaceros habían asentado el polvo de los jardines. Todo el paseo era como una
misteriosa y repentina caída del otoño. Atrás quedaban los jugueteos de niños
por caminos y fuentes. Atrás, los reposados silencios de los viejos. Atrás,
alegres y cómplices coqueteos de enamorados.
El paseo era una
sombra sin más perfiles que las copas peladas de los plataneros, sin más vida
que la de aquel desarrapado y pobre "loco" que seguía paseando
encogido como si siempre llevara frío, con la cabeza acurrucada entre los
hombros y doblado su pequeño cuerpo en
un incontrolable tic que se adivinaba entre los pliegues de una vieja
gabardina.
Día tras día, en
todas las estaciones, recorría, de la mañana a la noche, el paseo, camino del
río, y allí, justo en la orilla, entre álamos y cantos de pájaros, se quedaba
eclipsado en interminables murmullos que nadie entendía y que más bien parecía
como si hablara a la corriente.
La gente lo miraba con
indiferencia y repetía: ¡Pobre loco! ¡Cualquier día no vuelve! ¡Mejor así!
Él, para sus adentros, adivinaba, sonreía y exclamaba: ¡Pobres locos!
¡Cualquier día se van y no vuelven! Lo peor es que no lo quieren saber. ¡Mejor así!
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