Esta obra tan acertadamente editada por la Editorial Almazara me parece insdispensable para todas las edades. No se aprende a envejecer cuando se es mayor. A envejecer se empieza el mismo día que nacemos. Luego hay que prepararse a lo largo de los años sin pausas y con "arte"
Suelo decir, porque estoy convencida de ello,
que el mejor “conservante” de nuestros años reside en la capacidad que tengamos
para inventar, crear ilusiones cada día, darles cuerda y caminar por ellas.
Cuando planeaba y recolectaba
material para la presente obra me propuse, y al fin lo he conseguido,
investigar de forma exhaustiva y recoger
experiencias sobre problemas
comunes a personas de una determinada edad en la que los deterioros son ya una
realidad visible, muchas veces, e
invisible, otras, e imparables, siempre.
Aproveché la invitación que me hicieron desde una Asociación de Jubilados
con los que me unía bastante amistad. En
tono jocoso y muy coloquial, al final de
la comida, expuse mi proyecto sobre esta obra, pidiéndoles voluntaria
colaboración en el sentido de que se
manifestaran sobre achaques comunes así como dificultades y limitaciones que iban encontrando con el
paso de los años.
El resultado fue de lo más interesante, divertido e inesperado para mi
ingenua ocurrencia: la mayoría se decantó por un incomprensible alarde de
excelente salud, al tiempo que evadían el tema, enfrascados con las delicias
del postre. Pero, claro, llegó la hora de la despedida. Unos a cojeadas, se
retiraban; otros, balanceando las dentaduras postizas, repartían besos a
doquier. Alguno, con el audífono fuera de su sitio, emitía estridentes sonidos,
y todos, tras atiborrarse de pastillas,
con las manos en la cadera felicitaban a los organizadores; de mí, casi huían
¡Era indudable que yo había cometido un error! Pedirles hablar y reconocer
públicamente sus achaques, sus años, sus goteras. Pero no me rendí: adopté el
camino de las termitas: poco a poco, sin ser “vista” y de uno en uno. Y lo conseguí. Me bastaba decir, por
ejemplo: Tengo un dolor en la rodilla… Me voy
a arreglar la boca… Tengo la tensión
alta…etc. Y antes de terminar, voces a coro me quitaban la palabra: ¡No me hables! de rodillas: ¡Llevo una
racha! ¿Arreglarte la boca? Prepara la cartera. ¡Un millón me cobraron por unas
prótesis!, y si es la tensión, ni te cuento…
Por supuesto, las justificaciones, los autoengaños se sucedían: La tensión un poco alta, pero, como soy tan
nerviosa, es de tipo emocional. Una
poquita de azúcar, pero, niña, ¡si es que hasta sueño con los dulces! ¡Si soy
tan goloso que hasta me los tienen que esconder! ¡Claro que tengo algo de colesterol! ¡Si soy
muy burro! ¡Si no me resisto al tocinillo del cocido! ¡Un dolorcillo de nada! ¡Mala postura! ¡Algo posicional! ¡Una mijita de
ciática!
Y, bueno, así andamos: quitándonos los achaques de encima como si fueran
moscas. Auto-engañándonos y en constante lucha por continuar como si fuéramos
una excepción, como si nada, nada nos sucediera.
Y la paradoja es curiosa y divertida: nadie está jubilado por la edad. Todo
el mundo se jubila anticipadamente, voluntariamente, que ya está bien y que hay
que dar paso a los jóvenes.
Para mí, una muy sabia reflexión y plática
interior con la realidad del día a día, ha sido decisiva en cada ocasión
para no caer en la tentación del desánimo, ni tampoco de una absurda euforia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario