LAS HUERTAS
¡Qué sueño eran las huertas! Silencio, roto
por el murmullo del agua al caer por los
arcaduces de una noria chiquita que, lentamente, movía un borriquillo, dando
vueltas con los ojos vendados, alrededor de una alberca donde se lavaban
hortalizas y dónde muchos niños se bañaban. Y qué agradable era pasear por
entre las planteras de tomates, pimientos, lechugas…
La huerta
era también nave de canastas,
herramientas y muebles destartalados que, no obstante, provocaban curiosidad y
cierta intriga como si algo más se escondiera tras aquellas ingenuas realidades que a simple vista se mostraban.
Lo que más
nos gustaba a los pequeños era el espantapájaros que en medio de la huerta se erguía gracioso.
Parecía un hombre de verdad, un hombre de palo: brazos erectos como si
fueran aspas de una maltrecha cruz, un viejo sombrero de paja, que le caía
tapándole un siniestro e inexistente rostro, bufanda de cuadros rechinantes,
que le llegaba hasta el suelo y chaqueta panda como la de un viejo payaso.
Gorriones.
Muchos gorriones acudían a la huerta con el crepúsculo. Recelosos, no se fiaban
del espantapájaros, Parecía como si todos a la vez, mirándolo, se comunicaran: ¡Cuidado!
¡Hay un hombre!
Y en la huerta llegaba la noche entre cantos de grillos, gruñidos de
perros, piruetas de gatos por las viejas sillas esparramadas por una pequeña
explanada, acceso al cobertizo de hortalizas recogidas, y el olor húmedo de la
tierra.
Y siempre, al regreso, el alborozo de unos tomates regalados, unos
pepinos o un manojo de rabanillos que todavía veo lavar en la alberca.
Y las huertas se convertían también en objetivo furtivo para los
pequeños que, siempre a escondidas del
hortelano, merodeábamos árboles frutales con la ilusión de lograr algo de resina que considerábamos
importante pegamento.
¡Bellas huertas de mi pueblo! En ellas, juegos, paseos, sueños…
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