A medida que vamos cumpliendo años, es cada
vez más frecuente, a diestra y siniestra, ir repitiendo frases como éstas: ¡pero
si no pasan días por ti!, pero, ¡si estás igual que siempre!, pero, ¡si estás
hecho un chaval! Y claro, a tan generosas expresiones se nos
corresponde: ¡pues anda que tú! ¡Si cada día se te ve más joven!
No hay duda de que, en el fondo, nos dejamos llevar
inconscientemente, por una metodología conductista: estímulo respuesta. Lo
que más nos interesa, por supuesto, no es que el otro esté o deje de estar igual
que siempre, sino que nos haga creer que lo estamos nosotros. Y de estar cada día más joven, nada de nada. Puede
que hayamos perdido o ganado unos kilos, puede que, por cualquier causa, llevemos el “guapo subido”, y puede que
nuestro aspecto, atuendo, etc. nos haga
parecer de verdad ante los demás que los días no pasan por nosotros.
De cualquier forma, para mí, ese vaivén de
mentirijillas, me resulta divertido, aunque, sinceramente, me provoca pena. Sí, pena, porque en definitiva, se trata de ir pregonando
algo que no aceptamos: que vamos envejeciendo.
Y bien conocido es aquello que dice: Empezar
a sentirse joven es el primer síntoma de la vejez.
Entre los muchos párrafos acertados del protagonista de mi
novela “Sol de Otoño”, en carta a sus hijos, dice: Quiero confesaros que, desde siempre, he
luchado por dejar “lleno” mi espacio vacío. Lleno, con mis lágrimas calladas,
con mi trabajo realizado, minuto a minuto, con amor, lleno de mi huellas
apretadas al duro camino de la vida que, tantas veces me hizo paladear el
agridulce de sus contrastes,
lleno, ante todo, por la fe que me animó siempre en mi profunda soledad.
Estas cosas os las digo, hijos míos, con el
corazón en esta vieja mano que ya casi flaquea para sostenerlo.
De
todas formas si, a mi partida, no encontráis ese calor, esa luz, esa vida que
yo he querido imbuir a mi espacio vacío, no os preocupéis creyendo que he sido
un pobre tonto, cargado de utopías.
Yo no estaré para comprobarlo y, en la vida,
me ha servido para gozar, sintiéndome portador de una inmensa felicidad, y
receptor, ¡como no!, de esa ilusión virgen que emana de los momentos que se
suceden, casi a espaldas del mundo que, a toda prisa, gira y gira...”
No se nace viejo, pero la meta hacia la cual nos
dirigimos lleva ése, para muchos nombre insoportable de reconocer y aceptar: vejez. Y el viejo se
hace en el transcurrir de los años.
Para mí, la
mejor terapia es la de vivir, sin obsesión, el paso del tiempo, entre otras
razones, porque el tiempo no existe. Existen, eso sí, los cambios y el
adaptarnos a ellos nos dará el índice de nuestra verdadera edad.
Además, si al mirar hacia atrás, uno reconoce
un camino como propio, uno nota que sus manos se han multiplicado al calor del
amor por los demás, si al mirar hacia atrás, uno se reconoce en ...“un árbol, en
un hijo, en un libro”, bien puede asumir sus años con paz y alegría,
bien puede esperar el final sin agobios ni pesares.
Porque la vejez no llega en un repente: nos vamos
haciendo viejos, y cada paso en esa dirección debe llevar el sello de lo
imperecedero.
No sólo nos
espera la muerte. Nos espera, si tenemos
fe -yo quiero tenerla- el abrazo con un Dios que nos aguarda.
Y en
cualquier caso, el descanso en la satisfacción de un deber bien cumplido.